La tele es sagrada. Éste es el día en que todo chino que se jacte de tener su cajita de imágenes es auditorio del Especial de Año Nuevo del Canal Central Chino de Televisión. La verdad es que ni por la Guadalupana, ni el Niñodios, ni Miguel Hidalgo, ni el 31 de diciembre, ni siquiera cuando Raúl Velasco y sus domingos se monta producción tan espectacular en la televisión mexicana. Un solo pensamiento al presenciar tremendo despliegue humano, financiero, artístico, comercial, cultural y seguro, político; las olimpiadas en 2008 se volverán precedente de muchos masivos por venir.
Ya venían las doce. Todos los Jiao Zi gozaban del calorcito del vapor, ya merito salían. Afuera, ese exterior que durante todo el día había insistido en ser invitado de honor, el barullo era más que el frío o el polvo que ya es un decir. Al diez para las doce salieron a relucir sea los de reloj adelantado o los de la poca paciencia, el caso es que el tronadero de cuetes pasó de background auditivo a dictador omnipresente del universo pekinés. Madres, madres, madres, pum, trac, fiiuuuuuuuuuuuuuuuu, bom. Sin mirada ni palabra para acordar, Pan Wen y yo ya estábamos enchamarrados, ojiabiertos y adrenalinosos en el callejón de su casa. Para nuestra sorpresa, el papá Pan, se nos adelantó. Sigo sin entender cómo pasó de estar dormido en el sofá a estar terminando de colgar su segunda tira de petardos, cigarro en mano y listo para aniquilar cualquier intento del silencio por resurgir. Pobrecito silencio, si hubiera sabido que nadie le dejaría siquiera un respiro por dos semanas, mejor se hubiera ido de vacaciones.
Y el Cielo no era ni negro, ni azul marino, ni había estrellas, ni luna, ni se hubieran visto aviones pasar, ni pajaritos nocturnos ni mucho menos nubecitas con forma de oveja. La bóveda “celeste” tenía funda, era de humo, brillaba y proyectaba un color rojo-amarillo. Y volviéndose corazón urbano, el novel techo de esta ciudad palpitaba en sonido y color cuando millones de pekineses unían pólvora y fuego. El rostro de todo hombre portaba una sonrisa de orgullo y aprobación, pudieron abastecer su hogar de artefactos tradicionales antes prohibidos. Si habían podido gastar miles de yuanes en esto, China iba por buen camino y el porvenir individual, así como el de los suyos, brillaba con la misma intensidad luminosa asentada en sus ojos, en este sublime momento que presenciaban.
Ni siquiera el grito funcionaba como mecanismo de comunicación. Sólo miradas y sonrisas y contactos físicos. Las mujeres se protegían detrás de sus hombres, sus cuerpos largos y finos me confesaban no entender la súbita actividad de sus cónyuges, sin embargo denotaban también excitación ante el ritual que resucitaba y comenzaba a andar autónomamente. Los jóvenes y niños no podían contener esta locura en su corporalidad. Todos, sin excepción sola, querían llorar de miedo al tiempo mismo de gritar y reír en el éxtasis. Muchos de ellos eran vírgenes a la tradición, muchos otros no podían recordar cómo debían reaccionar. Flores de uno, dos, tres colores, pum. Detonaciones rompetímpanos. Metrallas rojas enfiladas en forma de munición profundamente china, corazón de pólvora, cubiertas de papel delgadísimo rojo, envueltas en un celofán más rojo, miles de caracteres y al final, el fuego y el sonido se besaban. Tras tres horas sin amnistía, aquello comenzó a disminuir. Recorrí los callejones, fotografié miles de imágenes, hice el retrato frontal de la locura, pensé en Vietnam, en la Segunda Guerra Mundial, en la invasión Japonesa, en mi familia, en la cultura, en el tiempo que permanecería en este país, en unos Jiao Zi listos, en el destino de los miles de millones de habitantes, en qué quiero hacer con mi futuro, en cómo demonios iba a poder relatar aquello a mi gente, en no ser quemado por un cuete mal encaminado. Volvimos al cuarto, comimos. Tuve una sobremesa con Wen Wen y para las 3 de la madrugada salía a la avenida por la que llegué aquella mañana. Ahora regresaba con una bolsa más de cariño, contenía dos botellas de licor chino y dos platillos que no pude dejar de elogiar a la madre Pan. Tomé mi taxi, me despedí del padre y de Wen, les agradecí me acompañaran hasta ese punto, subí y dije: