La bajada
Y se paró la escalera eléctrica con 100 personas sobre ella.
La gente no se inmutó. Era la hora pico, en una de las escaleras mecánicas más largas para salir del subterráneo. Cada escalón contenía al menos dos personas, todos nos tocábamos los hombros, brazos, manos, nalgas y piernas pero nunca la persona, esa estaba bien guardada.
Se detuvo en seco esa perversa escalera eléctrica. No hubo aviso, no agua va.
Las conversaciones cesaron. El único sonido era el respirar del vecino y aquél zumbido eterno de la ciudad que se colaba por la entrada a la estación. Las caras -en este mismo segundo que no quiero dejar morir- nunca cambiaron, tal vez era común este suceso. No hubo una sola reacción en toda la gente contenida en mi campo visual.
Después se dio el cambio. La escalera -ese gusano metálico que siempre ha logrado infringir algo de temor sin importar mi edad- comenzó a dejarse caer hacia atrás.
Pareció una renuncia laboral, un mandar a la fregada a todos. Se soltó y comenzamos a desplazarnos en sentido contrario. Ese momento transmitió -a todos- una sensación muy clara, la velocidad de reversa aumentaba, nunca sabremos si fue culpa de la fuerza de gravedad o acción deliberada de esa maquina enrabiada que buscaba la eutanasia.
Aumentó su velocidad con más de cien personas en ella, qué irónica imagen metafísica. Los hombres escalaban, subían, evolucionaban. Lograrían llegar al cielo algún día. Su marcha era constante y rítmica, ellos ascendían como miles de moléculas de agua evaporada. Ejércitos de gotas que conquistarían el universo.
De pronto, la escalera se detuvo, comenzó a retroceder. Se escucharon exclamaciones y algún grito. Se vieron caras transformadas, el miedo es el domador maestro del cuerpo, de toda terminal nerviosa, todo músculo. Yo estaba en la mitad superior del trayecto, creo que era factible un hueso roto, tal vez el cráneo de seguir ganando velocidad. Mi cara lo decía todo.
La escalera nos perdonó. No volvió a su labor pero se aferró a su riel y se detuvo tras 5 segundos de iniciada su renuncia. La gente, yo, todos, ascendimos a pie hasta llegar a la ciudad. Alcanzamos ese zumbido eterno de la calle, nos dispersamos y volvimos a nuestros antiguos pensamientos.
¿Qué voy a cenar antes de mi clase?
La gente no se inmutó. Era la hora pico, en una de las escaleras mecánicas más largas para salir del subterráneo. Cada escalón contenía al menos dos personas, todos nos tocábamos los hombros, brazos, manos, nalgas y piernas pero nunca la persona, esa estaba bien guardada.
Se detuvo en seco esa perversa escalera eléctrica. No hubo aviso, no agua va.
Las conversaciones cesaron. El único sonido era el respirar del vecino y aquél zumbido eterno de la ciudad que se colaba por la entrada a la estación. Las caras -en este mismo segundo que no quiero dejar morir- nunca cambiaron, tal vez era común este suceso. No hubo una sola reacción en toda la gente contenida en mi campo visual.
Después se dio el cambio. La escalera -ese gusano metálico que siempre ha logrado infringir algo de temor sin importar mi edad- comenzó a dejarse caer hacia atrás.
Pareció una renuncia laboral, un mandar a la fregada a todos. Se soltó y comenzamos a desplazarnos en sentido contrario. Ese momento transmitió -a todos- una sensación muy clara, la velocidad de reversa aumentaba, nunca sabremos si fue culpa de la fuerza de gravedad o acción deliberada de esa maquina enrabiada que buscaba la eutanasia.
Aumentó su velocidad con más de cien personas en ella, qué irónica imagen metafísica. Los hombres escalaban, subían, evolucionaban. Lograrían llegar al cielo algún día. Su marcha era constante y rítmica, ellos ascendían como miles de moléculas de agua evaporada. Ejércitos de gotas que conquistarían el universo.
De pronto, la escalera se detuvo, comenzó a retroceder. Se escucharon exclamaciones y algún grito. Se vieron caras transformadas, el miedo es el domador maestro del cuerpo, de toda terminal nerviosa, todo músculo. Yo estaba en la mitad superior del trayecto, creo que era factible un hueso roto, tal vez el cráneo de seguir ganando velocidad. Mi cara lo decía todo.
La escalera nos perdonó. No volvió a su labor pero se aferró a su riel y se detuvo tras 5 segundos de iniciada su renuncia. La gente, yo, todos, ascendimos a pie hasta llegar a la ciudad. Alcanzamos ese zumbido eterno de la calle, nos dispersamos y volvimos a nuestros antiguos pensamientos.
¿Qué voy a cenar antes de mi clase?
2 Comments:
Wow! por el blog, el relato y tu narración. Imaginé la cara de 100 capitalinos y sus expresiones. Las pocas estaciones de metro, y las pocas líneas.
Aguas con el frío de la ciudad, ése está cabrón.
你 好!
Es fascinante la forma en que logras hacer recordar a aquellos que estuvimos allí, la grandiosa experiencia de tener que subir las malditas escaleras eléctricas por tu propio pie. Como si ni con mil kuais no regateables se estimulara a la tecnología a funcionar como se debe. Quizá la escalera también era pirata.
Para la cena, te recomiendo unas brochetitas estilo Zichuan, o en modalidad "gorditas" de 1 kuai... pero, tómalo de mi difunta flora intestinal: aguas con la Tsingtao!!!!!
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